dimarts, 16 de gener del 2018

Si es que hay otro asesino...


Escribí este texto por un trabajo
que nos pusieron en el instituto.
Me satisface bastante el resultado final;
y es por esto que ahora os lo muestro.


   Samuel entró con sumo cuidado a su habitación y se arrodilló al lado de ella, la chica a la que más había querido, la única razón de su vida y de su lucha por seguir adelante. Le puso la mano en la frente, que parecía de hielo, y apoyó la cabeza en su pecho.

   Le dolía demasiado no oír los latidos de su corazón. Había jurado protegerla y había fallado. Otra vez.
   Se levantó y golpeó con rabia el jarrón de vidrio que siempre había estado al lado de su cama. Quería cortarse con los millones de cristales que cubrían el suelo ahora, solo para sufrir tanto como debía haber sufrido ella antes de que la muerte se la llevara.
   Y siempre, siempre, maldito sea, por culpa de su madre. Ojalá alguien la matara. De algún modo, aquel se había convertido en su mayor deseo desde hacía algunas horas. Quería, necesitaba, ver cómo su rostro perdía el color y aquellos labios que, hipócritas, siempre sonreían, se contraían en un espasmo de dolor.
   Algo parecido a un presentimiento se le ocurrió de repente. Su madre moriría hoy. Alguien la mataría. Y él tenía que estar allí. Salió de la habitación que había compartido tantas veces con su Izabelle cerrando de un portazo y se lanzó escaleras abajo. Tenía que llegar a tiempo.
   El piso de abajo estaba repleto de invitados, todos amigos de su madre. Venían solo por la comida y para admirar las grandes riquezas que albergaba la casa. Cada día ocupaban la mansión, llenándola como lo haría una plaga de cucarachas, y se quedaban hasta la noche. Malditos, malditos hipócritas, malditos engreídos que se lo quedan todo.
   Sam forzó una sonrisa, la misma que ensayaba ante el espejo todas las mañanas, la que solo Izabelle había logrado quitarle para obligarlo a mostrar su verdadero yo. Nunca nadie se daba cuenta de la falsedad de su expresión, nadie a parte de Izabelle. Porque no había nadie, nadie en este mundo de pijos ricos, egocéntricos y complacidos consigo mismos, nadie como ella.
   Un par de invitados le saludaron con una inclinación de cabeza, pero él no respondió. Algo en su mente se había cerrado al mundo exterior y ya no quedaba otra cosa que la venganza. Avanzó con pisadas casi felinas hacia la habitación donde debía estar descansando su madre, según ella para estar en forma cuando empezara la auténtica diversión, y no paró hasta llegar allí.
   Apoyó la oreja en aquella puerta de ébano viejo que durante tanto tiempo había simbolizado para él todo el miedo y represión de que era víctima. Se oía una respiración entrecortada al otro lado. Parecía que el asesino, si es que había alguno, no había entrado todavía. Samuel decidió esperarlo en la puerta, quizás para decirle cuando llegara que ambos estaban de acuerdo y pensaban igual, o para preguntarle qué le había hecho aquella mujer para empujarle al asesinato. Quizás hasta les había hecho lo mismo. Quizás también había matado a la Izabelle del asesino por un simple rumor. Quizás también le había dicho puta mientras la apuñalaba. Quizás también la odiaba por ser diferente, y por esto lo había hecho. Quizás también utilizaba y utilizaría siempre la excusa de que era por el bien de su hijo.
   Sam, que ya no era exactamente Sam sino alguien mucho más oscuro, alguien que odiaba al mundo y que quería reducirlo a cenizas, se levantó del rincón al lado de la puerta donde había estado escondiéndose y la abrió sin dudar. Porque lo había comprendido, acababa de darse cuenta: nunca habría otro asesino que él mismo.
   Debía exterminar aquél ser inmundo antes de que le hiciera daño a alguien más. Aquella era su misión, y debía hacerlo tan bien como para estar orgulloso luego. Quería que el otro Sam, el Sam que se había convencido de que existía otro asesino, pudiera ser feliz. Porque se lo merecía más que nadie.
   Entró en la habitación, convirtiéndose en poco más que una silueta difusa que se alzaba al lado del cuerpo tendido de su madre.
   Esta no es mi madre, se dijo, al arrancar un puñal indígena que colgaba, a su modo tétrico, de la pared y levantarlo sobre el cuerpo de la mujer. Qué ironía que fuese asesinada precisamente por su hijo, y que el arma homicida hubiese sido el objeto que más le gustaba de su colección particular.
   -Despierta -susurró al oído de Martha. Quería disfrutar su miedo-. Levanta, si es que te ves capaz de enfrentarte a lo que le has hecho a Izabelle.
   Levantó la cabeza con cuidado, todavía adormilada.
   -¿Quien eres? No puedo verte con claridad.
   Sam sonrió. Podía verla a ella, pero ella era incapaz de verle a él; la situación estaba a la inversa. Por primera vez, tenía el poder, y esto le hacía sentir glorioso.
   -De eso se trata, madre -y le hundió el cuchillo en el pecho-.
   Tenía las manos cubiertas de sangre cálida y bulbosa, y con la izquierda todavía sostenía el puñal que acababa de mandar una vida a la mierda. Sin poder apartar la mirada de los ojos de vidrio del cadáver, escuchó como alguien llamaba a la puerta, y no respondió. ¿Era solo su imaginación o mamá todavía respiraba? Vio, igual que si todo ocurriese a través de una pantalla, como la criada que había llamado abría la puerta y se quedaba congelada al darse cuenta de la sangre que borbotaba del cuerpo de mamá. ¿Cómo había podido ocurrir aquello? No puede ser real, pensó sintiendo el sabor salado de las lágrimas sobre sus labios. No puedo haberlo hecho yo. Y rompió a llorar.
   Un grito rompió todas sus esperanzas. La criada chilló con todas sus fuerzas: <<¡El chico! ¡El niño ha matado a la señora!>> La gente empezó a subir a toda prisa la escalinata que llevaba al piso superior, el de los dormitorios. La estancia quedó repleta de gente que se arremolinaba en un intento de ver algo. El morbo de la situación atraía la atención de cualquiera.
   Y Sam seguía en medio de todo, oyéndolo todo, viéndolo todo, sin decir nada. Sabía que no podía hacer nada para cambiar las cosas, que lo que estaba hecho estaba hecho y que no existía la marcha atrás, sin importar cuanto lo desearas. ¡Si solo hubiera podido evitar la muerte de Izabelle! ¡Si hubiera sabido que el asesino no era otro que él mismo! ¡Si su otro yo no hubiera tomado el control! Pero todo aquello formaba ya parte del pasado, de su pasado. Porque el futuro estaría lleno de consecuencias y el presente era como si no existiera.
   Arrastrando los pies trató de acercarse a la puerta. Los invitados se abrían a su paso con gesto de miedo. Sam tardó unos momentos en percatarse del puñal que todavía agarraba con fuerza, que era más el causante del miedo que la persona que lo empuñaba, y dejarlo caer al suelo. Lo odiaba.
   Alguien se puso delante suyo, pero una sola mirada bastó para que el atrevido se encogiera. Y, a pesar de todo, no se apartó.
   -¿Qué es lo que pretendes hacer? -preguntó con voz ronca-.
   -Llamar a la policía -le respondió Samuel, cansado. Ya no quería luchar y había dejado de importarle lo que le hicieran. Sería el primer asesino de la historia en llamar al teléfono de sus ejecutores, pensó, y aquel deje de humor negro le hizo sonreir-.
   Y así, cansado, con el esbozo de una sonrisa iluminándole las facciones, llamó a la policía.
   -Lo siento -fue lo que dijo-, creo que he matado a mi madre. Por lo visto soy peligroso, así que ¿podrían hacerme el favor de mandar aquí a un oficial para que me encierre? ¿Testigos? Oh, sí, hay bastantes. Suficientes, diría yo, como para asegurarme una condena de por vida. De acuerdo. Muchas gracias.
   Su sonrisa trastabilló un momento al colgar, y sus ojos se oscurecieron de miedo y dolor. Pero nadie se dio cuenta, porque nadie le conocía lo suficiente. Y fue esperando a la oficial que iban a mandarle cuando se dio cuenta, al fin, de que la vida no acaba hasta que te quedas solo.